Excursión al zoológico.
Mario
era el niño más valiente que había conocido en toda la escuela primaria. Constantemente,
los otros niños le retaban a hacer toda clase de travesuras estúpidas y
peligrosas que con mucho gusto el aceptaba casi siempre a cambio de nada. Le
gustaba regodearse de sus victorias y la
atención que recibía después de ellas.
Todos
eran capaces de recordar la vez que atravesó la avenida en su patineta,
segundos antes que el semáforo cambiara a verde en plena hora pico; o la vez
que entró corriendo a la iglesia sin pantalones en plena misa. Pero sin duda,
la más memorable de todas sus jugarretas fue cuando agarró un candado del
taller de su padre y lo puso en la puerta del colegio antes de que este abriera.
No vimos clases durante dos días seguidos.
Por
supuesto, la mayoría de las veces era descubierto por su padre y tenía que
pagar las consecuencias de sus actos, pero esto nunca le importó mucho a Mario,
siempre y cuando los otros niños le glorificaran su estupidez o le dejaran de
vez en cuando algunos caramelos o monedas sobrantes de la merienda.
Pero
a pesar de que era fácil para todos recordar estos hechos, nunca causaron un
impacto trascendental en la forma en que vivíamos a esa edad. Cada gloria de
Mario representaba solo un pequeño momento efímero como la de cualquier otra
diversión infantil. Por alguna razón, Mario no podía entender por qué su gloria
siempre solía desvanecerse con tanta facilidad. Quizás se esforzaba demasiado y
todos nos dábamos cuenta de eso, pero ninguno se sintió en la obligación de
decirle que tenía que detenerse en algún momento.
Lamentablemente,
ninguno de nosotros cayó en cuenta de lo importante que era para Mario decirle
que sus acciones debían tener un límite antes de que fuera la seguridad de su
propia vida la que peligrara, y no su trasero después de una de las tundas de
su padre.
Pero
como dice el dicho “a lo hecho, pecho”, ya que la intención de este escrito no
es la de lamentarme, si no, la de mantener intacta en mi memoria de la forma
más fiel posible el acontecimiento que ocurrió el 15 Julio de 19**, con la
esperanza de que esto sirva de lección o recordatorio a mis hijos o los hijos
de estos.
En
fin, era un domingo en la mañana, soleado, sin escuela, el primer domingo de
las vacaciones escolares, era la más viva representación de libertad que
pudiéramos haber anhelado durante aquellos días. Sin embargo, no todos se sentían
tan contentos como cabría de esperar, pues, el último día de clases, Alejandro
nos dio la fatídica noticia de que se mudaría con su madre a finales de agosto,
por lo tanto todos nos sentíamos un poco desilusionados a que éste fuera el
último verano que pasaríamos juntos realmente.
Obviamente
el más afectado fue Mario, ya que Alejandro no solo era su admirador por
excelencia, sino también el compañero y cómplice de muchas de bromas. ¿Quién
ayudaría a Mario a distraer a los profesores mientras este ponía una chinche en
su asiento? ¿Quién sería su mano de derecha durante las guerras de tiza? Y
sobre todo, ¿cuál sería la risa que sobresaldría de entre todas las demás cuando
todos estos altercados hubieran sido realizados?
En
vez de mirar al pasado con nostalgia y al futuro con desilusión, preferimos
disfrutar todo lo que nos fuera posible en el presente, así que ese domingo,
todos quedamos de acuerdo en hacer una pequeña excursión al zoológico. Fue una
mañana maravillosa llena de todas las dichas de las que se puede esperar de una
salida con amigos, perdimos la noción del tiempo entre tantos animales y
chucherías. La mañana muy pronto se convirtió en atardecer y era el momento
justo para irnos.
Cuando
el zoológico está a punto de cerrar, es fácil para un grupo de niños quedarse
más tiempo del debido escabulléndose de los empleados de seguridad, porque
generalmente estos concentran más su atención en el desalojo de familias o
parejas jóvenes. Eso fue lo que hizo Mario, repentinamente salió corriendo y
gritando “¡Síganme, síganme!” por alguna extraña razón que los demás no entendían.
De todas maneras lo seguimos a regañadientes, ya que muchos se sentían cansados
y hambrientos, así que solo querían terminar lo más pronto posible para ir a
casa.
Mario
nos condujo al área donde se encontraban los rinocerontes, mejor dicho, “el
rinoceronte” ya que solo había uno de estos. Esto se debe a que suelen ser
animales muy territoriales y solitarios, la mayoría no les gusta estar en
compañía a menos que sea con una hembra en época de celo.
-Muy
bien, ¿Ahora qué, Mario?- Dijo Alejandro esperando quizás algún nuevo juego en
el que todos pudiéramos participar.
-Voy
a entrar- Dijo Mario. Muchos de nosotros nos quedamos callados, pensando a que
se estaba refiriendo exactamente.
-Quieres
decir… ¿Dónde el rinoceronte?- Dijo Pablo, el más joven de nosotros.
-Así
es- Afirmó Mario con cierto brillo en sus ojos.
-Pero…
¿Estás loco?- Dije yo, intentando
comprender el motivo de su insensatez.
Después
de varios intentos fallidos de razonamiento con Mario, éste finalmente saltó la
valla que separaba a la bestia de nosotros, pero antes de entrar
definitivamente al área del animal, debía realizar un enorme salto sobre una
zanja muy profunda que los del zoológico trazaron en caso de que el rinoceronte
quisiera escapar de sus aposentos. Mario estaba a escasos centímetros de caer
en la zanja, pero en vez de asustarse por esto se quedo en su posición, detrás
de la valla, mirándonos con aquella sonrisa de tonto tan particular en él como
si nos dijera “¿Creyeron que no lo podía hacer, verdad?”.
Todos
nos quedamos mirándonos asombrados, pero creo que Mario no comprendía que era
una expresión más de preocupación que de admiración, porque él siguió ahí, como
si estuviera pasándose el mejor rato de su vida.
-Bueno,
ya saltaste la valla, ahora vuelve aquí- Dijo Alejandro- se está haciendo tarde
y nuestros padres ya deben estar esperándonos en casa.
-Váyanse
ustedes si quieren, yo estoy muy bien aquí- Dijo Mario con malcriadez.
Muchos
de nosotros ya nos estábamos hartando de la actitud de Mario, así que
comenzamos a amenazarlo de que si no volvía al mundo civilizado, nos iríamos y
lo dejaríamos completamente solo.
-Si
se van, se perderán de mi gran salto por la zanja- Dijo Mario como si se
estuviera refiriendo al salto más importante del siglo que ninguna otra persona
viva hubiera podido lograr, y probablemente lo fuera, porque desde nuestra
perspectiva parecía imposible realizar dicho salto debido a lo largo y profundo
de la zanja. Después de todo, estaba diseñada para mantener alejado a un rinoceronte
macho y adulto. Las ideas descabelladas de Mario no hicieron más que motivar a
los otros a cumplir con sus respectivas amenazas de dejarlo solo.
Sólo
yo y Alejandro nos quedamos esperando que Mario terminara, porque a pesar de
que nosotros estábamos igual de cansados que los demás de aquel juego infantil,
queríamos asegurarnos de que Mario llegara seguro a su hogar. Pero en vez de
alentarlo, lo único que hicimos fue quedarnos con los brazos cruzados esperando,
que se diera cuenta que no teníamos el más mínimo interés de ver como
terminaría aquella aventura. Esto significaba un punto interesante en la
situación, ya que Alejandro siempre apoyaba cualquier cosa que se le ocurriera
a Mario. Pero en esta ocasión realmente estaba demostrando una verdadera señal
madurez que su mejor amigo no parecía poseer en ese momento.
-Bueno,
supongo que ustedes van a tener que contárselo a los demás- dijo Mario algo
desilusionado de que su público se hubiera reducido a tan poca cantidad.
Y
sin previo aviso, Mario saltó, dejándonos a ambos atónitos. Efectivamente, fue
el salto más grande que he presenciado en toda mi vida. Mario llegó exactamente
al hábitat del rinoceronte, por un momento se quedó con sus rodillas dobladas,
sin creer que realmente hubiera sido capaz de realizar aquella hazaña. Se
acomodó y nos miró del extremo sacudiendo los brazos, gritándonos “¡Lo hice, lo
hice!”.
-Muy
bien, ahora hazlo de nuevo hacia acá ¿o me dirás que también piensas ir a tocar
al rinoceronte?- Dijo Alejandro en tono burlón, mientras yo vigilaba al
rinoceronte que en ese momento no se había percatado de la presencia de Mario.
-Muy
bonito, mañana se lo diremos a los demás, ahora vayamos a casa- le dije
asustado, porque no tenía idea de cuál sería la reacción del animal al ver
aquel intruso en su territorio.
Por
primera vez, Mario asintió ante nuestras suplicas y comenzó a calcular el
espacio para realizar un segundo salto. Pero esta vez vaciló, era presa del
pánico. Quizás haya sido la inseguridad de realizar otro salto tan perfecto como
el primero o tal vez pudo ser la presencia del rinoceronte que a pesar de que
se encontraba a una distancia considerable detrás de él, su existencia no era
precisamente algo que se pudiera ignorar.
-No
puedo- decía Mario, era la primera vez que realmente lo había visto asustado.
-¡Deja
de bromear!- Le dijo Alejandro que parecía haber perdido su último grano de
paciencia.
-Espera…creo
que realmente no puede, está asustado- le dije a Alejandro, intentando
tranquilizarlo.
-¡No
es cierto, no tengo miedo! – Gritó Mario como el niño testarudo que era,
intentando negar algo que esta vez era más que evidente.
-¡Cállate
y no hagas nada hasta que estés seguro!- Le respondí- Voy a buscar a alguien
del zoológico para que nos ayude.
-¡No
necesito ayuda!- decía Mario aferrándose a la poca dignidad que le quedaba en
esos momentos, pues parecía que estaba a punto de llorar enfrente de nosotros.
-¡Cállate,
Mario!- le decía Alejandro- será mejor que no te tardes, pronto no quedara
mucha gente, ya casi todas las personas debieron haberse ido a sus casas.
Asentí
con la cabeza y salí corriendo tan rápido como pude en busca de ayuda.Lo único
que podía pensar en aquellos momentos era si nuestros gritos no habrían
alertado al rinoceronte de la posición de Mario antes de lo esperado…
Lo
que pasó a continuación no creo que sea adecuado describirlo para los lectores
de menor edad, pero me siento obligado a decir que no fue un escenario para
nada bonito, cuando regresé con varios encargados del zoológico ya era
demasiado tarde.
Alejandro
se encontraba solo mirando la zanja en donde se encontraba el cuerpo inerte de
Mario. El rinoceronte no estaba muy lejos de la orilla, también, es difícil
determinar si fue él el verdadero culpable de aquello, porque desde donde yo
estaba se le veía bastante apacible, casi sin darse cuenta del caos que estaba
ocurriendo a su alrededor. Lo más probable que pudo ser, es que Mario haya dado
un paso en falso, dejándose llevar por el susto de ver que el rinoceronte
acercándose al sitio en que los tres nos encontrábamos gritando unos minutos
antes.
Probablemente
nunca sepamos que pasó en realidad ya que Alejandro fue la única persona que
vio todo y cuando lo encontramos estaba casi en estado de shock. Después de ese
día, él nunca volvió a mencionar el incidente, así que fui yo el encargado de correr
la noticia entre nuestros padres, profesores y compañeros, quizás sea por eso
que aun recuerdo tan claramente todo.
Hace
unos días, volví a ver a Alejandro después de casi 18 años, ahora es padre y se
asegura que ninguno de sus hijos haga ese tipo de estupideces, nunca alentando
sus travesuras pero tampoco pegándole por ellas. Es un trabajo difícil intentar
usar las palabras para que tus hijos hagan lo correcto, pero cuando Mario era
castigado con la brutalidad de su padre, causaba casi el efecto inverso al de
no intentar volverlo a hacer. Al menos fue algo que tanto Alejandro como yo
supimos darnos cuenta con el paso del tiempo.
Espero que tanto la manera de crianza de Alejandro como la
mía nos convierta en buenos padres, a pesar de que nuestros métodos puedan no
ser tan eficientes o precisos aun pensamos que quizás es el correcto, porque a
la larga de eso se trata el juego de la paternidad, intentar que no cometan los
mismos errores que nosotros (o los de Mario, como en este caso). Nunca
comprendí las verdaderas intenciones de Mario para exponerse ante ese tipo de
peligro pero nunca dejo de preguntarme a mí mismo, “¿Realmente valió la pena?”
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